lunes, 5 de marzo de 2012

Buscando porro en Rio


Cuando te prendés un porro en Rio estás prendiendo mucho más que un rato de diversión.

Todo el mundo conoce - por las noticias, por el cine o por comentarios de quienes pasaron por la ciudad -, la violencia que el tráfico genera en los puntos donde se ha establecido con intención de quedarse.

En este contexto, salir a buscar porro en Rio, aparece como una tarea no muy aconsejable.

Irresponsabilidad

Cuando me vine a vivir a Rio de Janeiro, hace poco más de dos años, la mayoría de las comunicaciones con mis amigos de Argentina terminaban siempre igual (o parecido):

- ¡Qué bueno gordo! ¡Ahora ya tenemos casa donde parar cuando vayamos de vacaciones a Rio!

Y lo que sonaba a chiste, era en realidad una firme promesa que se fue cumpliendo poco a poco. A meses de estar instalado aquí, los primeros en llegar de visita fueron Juan y Mariano. En las charlas previas Juan ya me había consultado, con bastante anticipación e interés, si se podía conseguir “algo rico” para fumar. Yo no sabía lo que sé hoy sobre esta ciudad y, con la impunidad que da la ignorancia, le respondí que seguro algo íbamos a encontrar.

Existe la falsa idea que en Brasil todo es alegría. Es posible que la imagen del carnaval, mundialmente difundida, ayude a crear ese mito. Y también se cree que en esa alegría todo está permitido. Falso.



La primera noche arrancamos para el barrio de Lapa. Lapa, pegado al centro histórico de Rio, es la zona más de moda de la ciudad, con numerosos bares, restaurants, hoteles, boliches, casas de espectáculos, teatros. Lapa fue el barrio de la bohemia por excelencia en distintos momentos de la historia carioca. Ya en los años 20 era el lugar preferido tanto de Noel Rosa, uno de los mayores creadores de música popular brasilera, como de Madame Satã, un transformista que hacía shows en los cabarets de aquellos años y aterrorizaba las calles con su violencia antológica. Con el paso del tiempo el ámbito predilecto de los bohemios cayó en decadencia y durante décadas fue un peligroso territorio de malandras. Hace poco más de diez años Lapa volvió a ser aquel lugar que solía ser: de visita casi obligatoria para turistas y de encuentro para los lugareños.

Yo aún hablaba muy poco -y mal- el portugués  y mis amigos, nada absolutamente. Por la tarde habíamos constatado olor a porro en Copacabana cuando fuimos a hacer un rato de playa y en el parque de Flamengo durante el regreso a casa.  Por la noche, en las calles de Lapa, el mismo perfume. Juan ya estaba más que ansioso:

 - ¿Será que acá podremos conseguir algo? – Me preguntó.

- Seguro, - respondí, sonando más confiado que lo que en realidad estaba de tener éxito en la búsqueda.

- ¡Bien! ¡Porque todos están fumando menos nosotros! – Enfatizó Juan, con cara de pocos amigos.

Entramos a uno de los boliches, un antiguo caserón art decó de tres pisos. Pedimos algo para tomar y nos quedamos en la barra de la planta baja. Dejamos pasar un tiempo que entendimos era prudente. Entonces entramos en confianza con un cliente del lugar que estaba sentado cerca nuestro también en la barra y, haciéndonos los superados, después de admitir que éramos turistas –o casi, en mi caso-, le preguntamos dónde podíamos comprar marihuana.

- Dieron con la persona indicada. – A la distancia no sé si es eso lo que dijo exactamente, pero fue lo que entendimos.

- ¿Seguro? Buenísimo. – Nos salió casi a coro. – ¿Cómo hacemos?

- Acá no.

Antes de salir del lugar nos había indicado que lo encontráramos en la calle. Ya en la vereda preguntó:

- ¿Cuánto quieren comprar?

- Para un par de días. – Respondimos.

- Voy a ver cuánto les consigo. – Dijo.

Al momento de irse nos señaló la esquina más cercana donde lo teníamos que esperar. Fuimos hasta el punto indicado y ahí nos quedamos. Llegó a los pocos minutos en un auto que manejaba otro tipo. Se bajó y se levantó la remera, mostrándonos un arma que llevaba en la cintura, sin decir nada, solo con el gesto, nos mandó subir al auto. Ya con el vehículo en movimiento se identificaron los dos como policías – mostrando una identificación difícil de ver claramente dentro del coche- y nos informaron que estaban deteniéndonos. 

Nuestro miedo –por lo que sabíamos de la policía brasilera-  era mayor que nuestro esfuerzo por explicarles, en nuestro portuñol básico, que éramos turistas, que no habíamos hecho nada, que no tenían pruebas, etc., etc. Nos pasearon un buen rato por la noche carioca y en el recorrido pasamos varias veces por la puerta de una comisaria.

- Acá van a pasar la noche. - Era lo que entendíamos. O tal vez fuera lo que nos decían. – Y se van a tener que fumar unos cuantos cigarros de carne, putitos.

Pero toda esa puesta en escena nos dejó claro que no querían – o no podían- detenernos. Nosotros sabíamos que no nos iban a dejar bajar si no hacíamos una contribución voluntaria a la institución que ellos tan dignamente representaban.

- Seguro podemos arreglar esto de alguna manera. – Afirmé finalmente en mi media lengua, comprendida por todos los chantas del universo.

- Por supuesto. – Fue todo lo que respondieron.

Hicimos una vaquita entre los tres y le dejamos todo lo que teníamos. Nos bajaron en la primera esquina amenazándonos para que no miremos hacia atrás mientras ellos se alejaban. Obedecimos. Volvimos a casa a pie. Y sin porro.

Miedo

El periodista brasilero Tim Lopes trabajaba para la poderosa Rede Globo. En el año 2002 intentó desentrañar algunos aspectos del submundo del tráfico y las ramificaciones que lo unen a la policía y al poder político. Tim Lopes desapareció el 2 de junio de 2002 y unos pocos restos de huesos de su cuerpo carbonizado fueron encontrados en un cementerio clandestino el 5 de julio de ese año. Se comprobó que era él por un examen de ADN. Tanto él como su productora habían denunciado amenazas de muerte recibidas en el transcurso de sus investigaciones y ni la policía ni la justicia hicieron nada al respecto. Las investigaciones las estaban realizando en la Vila Cruzeiro del Complexo do Alemã, en la zona norte de la ciudad de Rio. La noche que el periodista desapareció llevaba una cámara oculta para hacer imágenes dentro de un baile Funky organizado por los traficantes de la zona. Tim Lopes había recibido información que en aquellos bailes se vendían drogas abiertamente, y ese era el tema de su actual reportaje. Una investigación anterior de Lopes, de 2001, sobre la venta de drogas en otras favelas, había dejado muy enojados a los traficantes. Cuando lo vieron en el baile, los jefes del Comando Vermelho que contralaban ese territorio, decidieron en el momento su ejecución. La autopsia sobre los restos encontrados determinó que murió en las primeras 24 horas posteriores a su desaparición.

Desde su libro Ciudade partida el periodista Zuenir Ventura me alertaba sobre otro peligro. Además de las traficantes existen las milicias, por lo menos –según afirma el autor -, desde la década del 50. Las milicias no solo controlan algunos de los morros y favelas –aquellos donde consiguen derrotar a los traficantes-, sino que también ejecutan a todos los que obstaculizan su accionar. Y son responsables de varias matanzas, actuando como escuadrones de la muerte.

Cuando no mucho después de la visita de Juan y Mariano recibí a mi segundo visitante de Buenos Aires y éste me preguntó si era posible conseguir algo para fumar, yo ya conocía la historia de Tim Lopes, la existencia de las milicias y ya había paseado un rato en auto de noche, contra mi voluntad.

- Mirá, no es tan sencillo. – Traté de disuadirlo.

- Pero yo vi un par de películas brasileras y ahí lo muestran como algo de todos los días. Todo el mundo compra. – Insistía él.

- Bueno, tampoco hay que creer que es verdad todo lo que pasa en el cine. Además – argumenté, contradiciendo lo que acababa de afirmar - en las películas ves como matan gente en las favelas sin pensarlo dos veces.

- Eso es cierto.

- Ya te conté lo que nos pasó hace apenas un par de meses cuando quisimos comprar.

- Bueno. Pero no vamos a ir a buscar al mismo lugar.

- No. Claro.

- No importa. Mi intuición me dice que no me voy a ir de acá sin fumarme un porro. Vas a ver que algo vamos a conseguir. – Afirmaba él, con total convicción.

Una tarde, el día anterior a la partida de mi amigo, fuimos de paseo hasta Copacabana. Aunque era invierno el sol estaba agradable. Compramos dos aguas de coco y caminamos por la orilla del mar. A la altura de la Praça do Lido cruzamos la Avenida Atlântica para recorrer una feria de artesanías. De entre la multitud de objetos que había para llevarse de recuerdo, Alfredo, que así se llama mi amigo, eligió una pipa artesanal que, por su tamaño, solo podía tener una utilidad: fumar porro en pipa. Cuando la compra ya estaba concretada y estábamos pagando, el vendedor puso sobre la mesa, junto con el vuelto, un pequeño paquetito y nos ofreció:

- 50 reales, - fue lo único que nos dijo.

- ¿Viste? Yo tenía razón. – Me desafiaba Alfredo todo contento: en voz alta y en castellano.

El precio era, por lo menos, abusivo: lo que nos ofrecía alcanzaba solo para un finito y, al cambio de ese momento, nos estaba cobrando unos 30 dólares. Pero ese no era el mayor de los problemas. A menos de diez metros de donde estábamos, sobre la misma vereda, había dos policías que conversaban entre ellos mientras mandaban mensajes de texto por celular. Con cara de espanto le señalé a nuestro artesano-dealer a los uniformados con la mirada y él, muy tranquilo, como si estuviera fumado, me dijo:

- Está todo bien amigo, yo ya arreglé con la cana, vos no tenés nada  de qué preocuparte. Acá cuidamos al turista.

Alfredo, que al ver a los policías se había quedado en silencio, me miraba suplicante. Pagando muy caro, y con bastante miedo, nos fuimos silbando bajito. Volvimos a la playa y rumbeamos hacia el sur. En Ipanema, sobre la piedra de Arpoador, mientras observábamos la puesta del sol por detrás del morro dos Dois Irmãos, estrenamos la pipa.



Confianza

Con el paso del tiempo mi portugués mejoraba y las visitas de amigos se sucedían. Fue el turno de Jorge de venir a pasar unos días en casa. El muy tonto eligió venir en enero, ¡con el calor que hace por acá en esa fecha!

Para ampliar mi pobre vocabulario y entender mejor el modo de hablar local, leí varios autores brasileros, clásicos y contemporáneos. En la novela O Xangó de Baker Street el escritor, humorista, músico, actor y  presentador de televisión Jô Soares hace una parodia de las novelas de Sherlock Holmes, ambientando el episodio en Rio de Janeiro en la época del final del Imperio Brasilero (hacia 1886). En el transcurso de la ficción, Sherlock - que sería recién un año más tarde un personaje de ficción-, conoce una mulata impresionante de la que se enamora. Cuando están por comenzar una noche romántica Holmes le pide que la disculpe un instante, que va a tomar un poco de cocaína. La mulata le pregunta qué es la cocaína. Holmes le informa que es un estimulante que le recomendó Freud. Ella, ofendida, pregunta una vez más si necesita estimularse para estar con ella. El sagaz detective le dice que no, pero que la toma por hábito. Entonces la mulata abre su diminuta cartera y saca un paquetito de cigarros indios y le dice que lo que ella le está ofreciendo es mucho mejor y además se puede conseguir en cualquier farmacia. Holmes acepta, llena su pipa de marihuana (sin saber qué era) y se la fuma toda. La mulata espera que la noche de amor comience pero el inglés le dice que lo que tiene es hambre, si ella no le puede conseguir algo dulce. La deliciosa morena va entonces hasta la cocina a buscar algo de comer y el –aún no- famoso detective se queda dormido. A la mañana siguiente Sherlock Holmes le cuenta el episodio a su compañero Watson y a sus nuevos amigos de la aristocracia carioca que frecuentaba. Los personajes locales le informan que esa planta era bien conocida en la ciudad y que el mismo Dom Pedro II la cultivaba en su jardín imperial.
De aquel 1886 reconstruido en la novela hasta el presente pasó mucha agua debajo del puente. Pero las ganas de fumar son las mismas. Cuando Jorge estuvo de visita yo ya conocía a Lucio quien compra su paquete de medio kilo de cannabis por internet, a una florista de la ciudad de Curitiba, en el sur del país y le llega puntualmente a su casa por el correo oficial de la República Federativa do Brasil. Jorge también quería fumar, entonces llamé a Lucio para comprarle un poco y, lamentablemente, no estaba en la ciudad. Estaba en una misión en São Paulo y no regresaba en por lo menos una semana. Lucio, que trabaja en la policía civil,  debía estar volado durante nuestra charla, porque, por teléfono, me sugirió:

- Andá hasta mi casa y pedile un poco a mi madre.

- ¿Te parece Lucio? Veo que hago. Cualquier cosa te aviso.

Pero no me animé. No por falta de ganas, sino porque la señora es algo particular; rara hasta para quien escribe estas líneas.

Dona Maria Augusta, la madre de Lucio, es docente en historia del arte y restauradora. Durante los terribles años de la dictadura brasilera, junto con su marido, militar de izquierda (no saben qué raro para un argentino tener que escribir “militar de izquierda”, pero acá, en esos años, existían), utilizaron sus conexiones para ayudar a escapar del país a gran cantidad de militantes contra la dictadura, fundamentalmente docentes y alumnos de la universidad donde la señora daba clases. Todo ese valioso y riesgoso trabajo lo hacía en medio de una nube de porro.

Una tarde en casa de Lucio presencié lo impensable. A mí me gusta el porro, pero sin exagerar. Lucio y su mamá exageran. Llevábamos horas de charla sobre historia del arte, política, restauración de antigüedades, militancia y resistencia contra la dictadura y porro continuo cuando un ruido apagado, suave, como de algo que cae blandamente nos sorprendió. Dona Maria Augusta tiene por mascota un papagayo de pecho rojo, muy común en la costa del país desde Salvador da Bahia hasta Rio Grande do Sul. El bicho de estimación compartió con nosotros las largas horas de bate-papo y porro, y no lo soportó. Cayó. Cuando Dona Maria Augusta constató que el animalito no estaba muerto sino desmayado y nos lo comunicó, a mí se me escapó una risita. Después de un buen rato –o no, no me acuerdo bien- tuvimos que esforzarnos para dejar la risa de lado y llamar al veterinario para ver cómo lo reanimábamos al pobre bicho. La señora tuvo que llamar un taxi para que los lleve – a ella y al papagayo- hasta la veterinaria para que atiendan al intoxicado.

Desistí entonces de ir a pedirle a la madre de Lucio. Es que sabía que la señora no nos iba a querer cobrar y eso me incomodaba. Además yo ya conocía otras opciones. Era hora de subir a comprar a la favela. Aunque solo el 10 % de la superficie construida de la extensa ciudad de Rio de Janeiro es ocupada por favelas, quien vive en Rio, siempre vive cerca de una de ellas. Yo vivo cerca de la Tavares Bastos que fue una de las primeras en ser pacificadas (como la do Alemã lo fue en 2010) por la policía y por eso es una de las más usadas en el cine de los últimos años cuando quieren mostrar esa realidad: ofrece el escenario natural deseado y la seguridad de los policías militares esperada.



- Hay que pasar al Plan B. ¿Te animás a subir? - Le pregunté a Jorge.

- ¿A la favela? Claro, parece divertida la aventura. ¿O no?

- ¿Divertida la aventura? Es posible. Riesgosa también.

- ¿Pero no me decís que está controlada por la policía hace años? – Insistía Jorge.

- Sí, pero eso no garantiza nada.

- ¿Es como si en Buenos Aires te metieras en la 1-11-14 a comprar faso sin conocer a nadie?

- Bueno. No tanto.

- ¿Vos tenés miedo de subir? – Me desafió.

- Ni un poco. – Mentí.

- Bueno. Entonces subamos así tenemos una buena anécdota para contar.

Nos vestimos como el común de los habitantes del barrio que íbamos a visitar –bermudas estampadas, ojotas de dedo  y remera - y comenzamos a subir. Lo del camuflaje fue inútil. Parecía que teníamos un cartel cada uno en la frente que decía con letras luminosas: “Turistas”.

La calle Tavares Bastos, que le da nombre a la favela, comienza, en su continua subida, como un barrio común y corriente. Sus primeros pobladores llegaron en el siglo XVIII y, de los tiempos en que el barrio al que pertenece hacía parte de las zonas elegantes de la ciudad, sobreviven aún algunos caserones, la mayoría en decadencia. La vista que se tiene desde allí de la Baía de Guanabara es envidiable. Después de unos quinientos metros de calle en ascenso, en la parte más alta del morro, termina el barrio de clase media y comienza abruptamente la favela. Fue poner un pie dentro del territorio y ver como automáticamente una señora mayor que estaba parada en medio de la calle nos sale al encuentro y nos pregunta:

- ¿Buscan algo?

- No. Nada en particular. – Disimulé.

- Pero ustedes no son de aquí. - La cara de turistas nos vendió rápido.

- No, tiene razón. Pero solo estamos conociendo el barrio. - Dije: - Nos hablaron de un albergue muy lindo que hay por acá.

- Ah. Sí, el albergue. – Dijo la mujer con cara de no creernos nada. - Si precisan alguna otra cosa, derecho por este callejón, casa 66. Es a la izquierda, una casa pintada de verde.

No nos quedó más remedio que agradecer y obedecer la directiva. Igual, para no mostrar desesperación, en el camino paramos en un boteco, uno de los tradicionales barcitos de paso, y pedimos unas caipirinhas, las saboreamos con calma y recién después seguimos nuestro camino. Llegados a destino, el trámite fue de lo más sencillo. Además el precio fue mucho más aceptable que el anterior: por 50 reales nos llevamos unos 25 gramos. Joya.

Irresponsabilidad (sí, otra vez, ¿y qué?)

El episodio de la novela de Jô Soares sonaba a inventado. Pero no, en verdad no lo era, o no lo era tanto. Leyendo Casagrande & Senzala, de Gilberto Freyre, el principal tratado de sociología de Brasil, en el capítulo IV, el autor relata que la maconha, fue introducida en el entonces territorio colonial  Brasilero por los esclavos africanos, que llegaron desde mediados del siglo XVI -y por más de trescientos años- a la costa de Bahia y que en el siglo XIX ya habían extendido su uso como erva sagrada por todo el litoral brasilero, incluido Rio de Janeiro. Si el emperador la cultivaba o no en su jardín,  no lo pude confirmar. Pero que desde 1560 en adelante se fuma baseado por estas latitudes está debidamente documentado.

Juan y Mariano volvieron a visitarme una vez más con las ganas de fumar intactas. Junto con ellos vinieron, también de vacaciones, Leo y Germán, que se hospedaron en un hostel a dos cuadras de casa. La fecha elegida esta vez para la visita fue carnaval (¡otros tontos! Con las multitudes que se desplazan por la ciudad en esos días, casi que no se puede disfrutar). No tardó mucho en aparecer el tema recurrente en nuestra conversación.

- Esta vez va a ser más sencillo. – Les anuncié, entusiasmado con mí progreso.

- Bárbaro. Casi que estábamos decididos a no seguir intentándolo. – Comentó Juan y la carcajada  de todos se extendió un buen rato.

- ¿Cuándo podemos ir a buscar? - Preguntaron casi al unísono Leo y Germán.

- Ahora de noche no es prudente. – Informé. – Mañana podemos subir.

Los cuatro concordaron. Pero la excursión esta vez no fue fructífera. Nos informaron que estaba complicado, que ese día no tenían y que había que esperar un poco, tal vez un par de días. Volvimos de manos vacías. Pensé que esperarían, pero no. Leo y Germán, que estaban un poco más ansiosos que el resto, a su regreso al hostel encararon a uno de los empleados del lugar que hablaba espanhol y le preguntaron, sin dar muchas vueltas, cómo podían conseguir porro esa misma noche. El pibe, sin pestañar, a su vez les preguntó:

- ¿Cuánto quieren?

Leo, que ya tenía la tabla de precios que yo le había anticipado, respondió:

- 25 gramos. -  Y le puso en la mano un billete de 50 reais.

En no mucho más que una hora el joven carioca volvió con la encomienda. Y se ganó una buena propina. Claro.



Al día siguiente el programa era ir a un bloco. Los blocos son el carnaval popular. Fuera del sambódromo y del carnaval oficial de las carrozas, las reinas, las baterias súper organizadas y la televisación. Allí están esas inmensas mareas humanas que, en algunos casos, llegan al millón de personas, donde se baila en las calles y se bebe desde muy temprano a la mañana hasta el atardecer. Llegamos al que habíamos elegido, en el barrio de Botafogo, cerca del Cristo Redentor, bien temprano, antes de mediodía.  En medio de la multitud, mezclado con el olor a orina, el humo de los puestos de comida y el sudor, se percibía nítido el perfume a faso. En minutos pasamos a ser parte de la banda descontrolada.

Al anochecer, ya más relajados, después de comer algo en el barcito de la esquina de casa,  partimos todos en metrô hacia Lapa. Juan y Mariano no estaban muy entusiasmados, Lapa no les traía buenos recuerdos. Pero los tranquilicé con el argumento de que mi año vivido en la ciudad, no había sido en vano.

- Es cuestión de conocer el lugar justo. – Dije, haciéndome el conocedor.

- La vez anterior también estaba todo bien y casi terminamos en cana. – Replicó agriamente Mariano.

- Bueno, pero ahora vas a ver que es diferente. – Iba a decirle: “Vos fumá”, pero me pareció un chiste demasiado obvio.

Bajamos en la estación Cinelandia y caminamos los doscientos metros que nos separaban de nuestro destino. La principal característica edilicia de Lapa son sus Arcos. Son su cartón postal. Los Arcos son un antiguo acueducto construido durante el período colonial y considerado la mayor obra que queda en pie de aquel período en la ciudad, y hoy sirve, en su parte superior, de vía para el paso del bondinho, un simpático tranvía utilizado tanto por turistas como por los vecinos del barrio. Atravesando los Arcos, al nivel de la calle, se entra en la zona más frecuentada y agitada del barrio. Y ahí está el secreto. No hay que seguir por allí.

- Acá doblamos, - anuncié parado en el Largo da Lapa, antes de cruzar los arcos.

- ¿No cruzamos? ¿La mayoría va para allá?

- No. Acá hay que doblar a la izquierda. - Y eso hicimos. Y en mi nuevo rol de guía turístico, fui informando:- Tomamos por esta calle que se llama Joaquim Silva. Ahora tenemos que caminar unos ciento y pocos metros hasta que lleguemos a la escalera multicolor, la escalera que sube al morro de Santa Teresa. Ése es el lugar que buscamos.

Avanzamos. Mucha gente por la calle. Mucho Bob Marley a todo volumen. También hay gran cantidad de bares, restaurantes, hoteles. Igual que del otro lado de los Arcos, pero, en algo, diferente. El aroma nos fue guiando. Al llegar al pie de la escalera, después de ser abordados por media docena de chicos harapientos que nos pedían unas monedas para comer un salgadinho, nos esperaba una imagen alucinada. Todo el mundo fumando porro: algunos solos y otros en grupos, los lugareños junto a los turistas, los jóvenes mezclados con los que no lo eran tanto, los ricos y los pobres; como en una moderna Babel, pero a la inversa. La policía daba vueltas por el lugar pero no molestaba. Y todos creímos entonces – solo por ese rato - que estábamos en una Cidade Maravilhosa.