lunes, 31 de diciembre de 2012

Saliendo del placard

(Otro fragmento del libro que escribí en 2008. No edité nada, salvo el final, lamentablemente: del presente, tuve que pasar al pasado.)
           

            Por miedo, por cobardía, durante más de una década, viví una doble vida en Luján. Compartía la casa con mi pareja de entonces, pero para todos, él era sólo un amigo que ayudaba a que económicamente vivir sólo fuese posible compartiendo los gastos. Por mis actividades yo era alguien conocido en la ciudad, había llegado por ser parte de la Iglesia y luego trabajé en la radio y la televisión local. No era una cara desconocida entre los vecinos, y esto me presionaba más a mantener una cierta discreción. Estaba convencido de que una sociedad tan conservadora no aceptaría que en un lugar público haya alguien como yo. Por eso seguí ocultando mis sentimientos.

Siempre tuve facilidad para hacer amigos, y esa etapa no fue la excepción. Para todos mis amigos, mi pareja pasó a ser otro amigo. Durante los diez años que estuvimos juntos no hablé del tema con ninguna de mis amistades.

            Finalmente regresé a la ciudad de Buenos Aires, me vinculé con los Osos, y comenzaron las notas periodísticas para definir a esta fauna rara de gays peludos y gordos que no se ajustan al molde estético tradicional. Así me transformé en alguien que cualquier cámara, grabador y micrófono que se cruzara le servía para difundir la sensualidad del mundo de los Osos.

            Por esos días, en 2003, recibí en mi casa la visita de uno de mis amigos de antes, y le mostré las revistas donde aparecía hablando del club de Osos. El pelado las miró en silencio, y luego, con absoluta tranquilidad dijo:

– Antes eras famoso por tu trabajo, y puto en tu casa. Ahora sos un “puto famoso”.

La definición me gustó tanto que la adopté. A partir de entonces decidí que sería la manera de hablar de mi mismo.


Otro empujón me lo dio Ester, una mujer inquebrantable. Cuando llegamos con el Club de Osos al barrio donde tenemos nuestra sede social, que nosotros llamamos casa o cueva, lo primero que hicimos fue vincularnos con las organizaciones del barrio. Así entramos en contacto con los Vecinos de San Cristóbal contra la impunidad, que centraban su acción en mantener viva la memoria de los militantes sociales desaparecidos por la dictadura, pero que también realizan trabajos solidarios con la gente de la zona. Nuestra primera colaboración con ellos fue la de reunir fondos para donar zapatillas a los chicos del barrio sin suficientes recursos. Llegado el día de la entrega, los vecinos invitaron al Club de Osos a acompañarlos. Fui yo en representación.

Entregamos las zapatillas en una escuela pública para que los docentes –conocedores de la realidad de los alumnos– las distribuyan entre los chicos. Nos recibieron la directora, la secretaria y alguna maestra. Ester, al momento de hacer la entrega, puntualizó que había sido una tarea conjunta de diversas organizaciones del barrio, y las fue presentando. Cuando llegó a mi turno, dijo:

             – Y el es Franco, representante de la Asociación gay del barrio, que también colaboraron en la donación.

La directora quedó dura. Yo no salía de mi asombro, pero estaba feliz. Mi identidad gay era presentada con orgullo por otros actores sociales, y nada menos que ante una escuela, una de las estructuras más anquilosadas de la actual sociedad argentina.


No evité desde entonces, ninguna posibilidad de salir en los medios, comunicando lo que había descubierto. Al punto que mis amigos de otro tiempo, del tiempo del closet, donde escondía toda señal de mi posible deseo, me preguntaban por qué tanta exposición. Mi respuesta siempre fue la misma. Les respondo que para mí, conocer a los Osos, fue como descubrir un lugar de pertenencia que desconocía y que me permite mostrarme tal cual soy, en todas mis facetas, en mi profunda verdadera humanidad. Y si en una entrevista radial, televisiva, por Internet, o gráfica puedo contar esto, me siento bien haciéndolo para que otros puedan descubrir que no tienen por qué estar toda su vida ocultándose, que nada les quita su derecho a ser feliz y que existe un ámbito de pertenencia a través del cual pueden ser ellos mismos. Activismo o militancia, que le dicen.


 
Después de cada aparición pública, los comentarios son siempre favorables. Los que se comunican con el club, agradecen que lleguemos a todos a través de los medios de comunicación. La primera vez, la primera entrevista, fue consecuencia de una casualidad. Yo estaba oyendo radio, a la Negra Vernaci, y en el final del programa dice:

            – Bueno, me voy, pero los dejo con Lalo (Mir), que lo escuchan todos los gays de la ciudad.

En la radio hubo lo que se llama, justamente, un “silencio de radio”. Frente al frase de la Negra muchos en el estudio quedaron sorprendidos, sin entender a qué se refería. Lalo Mir era un conductor de larga trayectoria y nada lo vinculaba explícitamente a la comunidad gay. Pero la Negra explicó las cosas:

           –Lo que pasa es que Lalo está haciendo en la tele el programa Los Osos, y seguro que mis amigos, los Osos de Buenos Aires, lo miran en la tele y lo escuchan en la radio. Un beso, para mis amigos los Osos de Buenos Aires.

Los Osos era un programa conducido por tres hombres, uno de ellos era Lalo Mir, pero no estaba vinculado explícitamente con ninguna temática de diversidad sexual. La Negra sólo había hecho un chiste. Igual comenté el episodio a otro miembros del club, y como sabíamos que la Vernaci esperaba un bebé (el Vicente que todos después conocimos), decidimos llevarle un regalo por su embarazo. Fuimos Eduardo, el secretario del club y yo con un Oso gigante de peluche envuelto para regalo (tiempo después supimos que odia los osos de peluche). Llegamos hasta la radio en el horario de su programa, y en la recepción dijimos que teníamos un regalo para la conductora. Nos dijeron que esperáramos. Unos minutos después baja el productor del programa, y nos pide que lo acompañemos, que podíamos darle el regalo a Elizabeth en persona. Al llegar al estudio nos dimos cuenta que estaba el programa al aire. Sin cortar un segundo, nos saludó, abrió el regalo, y agradeció. Y sin preguntarnos si estábamos dispuestos a salir al aire, nos hizo sentar, colocar auriculares y comenzó la charla. Durante media hora hablamos de Osos y toda nuestra cultura osuna. Por supuesto que tuvimos que sacarnos las remeras, para mostrar nuestras generosas panzas peludas a los del equipo., que no salían del asombro de enterarse de la existencia de nuestra contracultura gay.

El mismo día recibí varios mails de amigos de Luján. Algunos que sabían de mi identidad y se alegraban de la posibilidad que había tenido de contar en una radio de alcance nacional (y en un programa líder en audiencia) aspectos de mi integración al Club de Oso de Buenos Aires. Otros amigos que escucharon el programa, con quienes nunca había hablado de mi sexualidad, me felicitaban por la valentía de exponer mi historia y se alegraban conmigo.

Poco después aceptamos la invitación del locutor Juan Castro y salimos en Kaos en la ciudad, un programa periodístico que emitía canal 13. Por primera vez contamos la historia de los Osos en la televisión abierta, y yo, con nombre y apellido, conté parte de mi historia personal. Le siguieron múltiples notas en diferentes medios nacionales y locales, radiales, televisivos, gráficos, por Internet, etc. El fenómeno de los Osos revolucionaba la cultura de Argentina: todos querían que los Osos estuviesen en sus medios. De ahí en más se multiplicaron cada vez más las imágenes y las ideas del Club de Osos. Una nota de la Revista 23 fue una de las más comentadas. Incluso llegamos a ser tapa del suplemento del Orgullo gay que sacaba el diario Crónica. Un equipo de Televisión Nacional de Chile vino especialmente a hacernos una larga entrevista. En Ciudad Abierta, el canal de cable de la ciudad de Buenos Aires, nos dedicaron un programa entero, que fue retransmitido por la televisión de aire. La nota para Blog, el programa de Daniel Togneti, no sólo fue levantada por dos de los programas de resumen de la televisión (TVR y RSM), sino que llegó a ser parte de un compendio de noticias latinoamericanas que se emite por la televisión de Noruega. Fuimos entrevistados por un canal de aire de Uruguay; por Guillermo Andino para América; por Sandra Russo para el programa Dejámelo pensar del estatal canal 7. Fuimos tapa de “Soy”, el suplemento Diversidad Sexual de Página/12. Salimos en la sección “El Placard” del diario Crítica de la Argentina. Nos entrevistó Matías Martin para el programa “La liga” de Telefé y María Julia Oliván para “Argentinos por su nombre” de Canal 13. Y la lista es larga. Y en casi todas las notas mi voz estuvo firme, como un mensajero consagrado fielmente a su tarea, hablando de los Osos y de mí.

Pocos días después de salir al aire la nota en “La Liga”, estaba parado con mi pareja brasilera Raul, de paso por Buenos Aires, esperando por nuestro amigo Diego, en la esquina de 9 de Julio y Carlos Pellegrini. Uno de esos muchachos que reparten volantes se acercó y me dio en mano dos volantes para un Puti Club, un cabaret de mujeres exuberantes.

             – Una rubia y una morocha– me dijo, ofreciendo a las putas casi como si se tratase de pelucas.

Yo le agradecí y quedé comentando con Raul lo gracioso del hecho. A los pocos segundos el chico regresa, y me pregunta:

            – ¿Usted no es el que salió el otro día en “La Liga”?

            Yo pensé que venía la burla, y sacando pecho respondí.

– Sí. Soy yo.

– Lo felicito– dijo el volandero extendiendo su mano derecha para estrechar la mía. Mi fama mediática como representante de los Osos parecía extenderse casi sin límites, mi cara era familiar para mucha gente.
 

En esa catarata de interés mediático, uno de los que nos entrevistó por radio fue Fernando Peña, una de las pocas figuras populares que está totalmente fuera del closet. Al finalizar la entrevista, lo invitamos a nuestro club. Vino, con su perro Mono y sus asistentes, un viernes por la tarde a compartir una picada con cerveza, mientras uno de nuestros socios preparaba una suculenta feijoada, en la que, por supuesto, Peña metió la cuchara para probar. Le hicimos una entrevista para nuestra revista, y fue entonces que manifestó que se sentía muy cómodo en el club. Se desprendió la camisa, mostró su panza y dijo:

– Hoy me siento un Oso. ¿Puedo ser socio del club?

Nadie se opuso. Yo firmé su solicitud como padrino. Luego fuimos todos en grupo a verlo actuar en el teatro. No mantuvo mucho tiempo la regularidad en ese vínculo con nosotros. Pero cada vez que nos cruzábamos, tenía para con los Osos en general, y conmigo en particular, un gesto de afecto.
 
 

miércoles, 26 de diciembre de 2012

De pequeño yo tenía



De cuántos recuerdos de la infancia ya señalaban la vida en medio de la diversidad sexual. Y de cómo pasé de ser un homosexual de closet a un gay mediático o un puto famoso.

 

            Mi infancia son recuerdos...

El recuerdo vívido más lejano que tengo es de mis seis años. Mis padres nos anotaron a mis hermanos y a mí por primera vez en un club para ir a la pileta durante el verano. Estando en el vestuario vi por primera vez un hombre desnudo y me descubrí mirándolo sin poder despegar los ojos de ese cuerpo. Era algo más que curiosidad, pero todavía aquella mirada no tenía nombre. Si bien este recuerdo indicaría que ya a esa edad los hombres me atrajeron, sólo muchos años después pude hablar de mí como gay.

A partir esas vacaciones, durante el verano, el vestuario del club ejercía sobre mi un magnetismo particular. Cada vez más, las tardes en que íbamos a la pileta, entraba al vestuario con cualquier excusa. Allí me quedaba tratando de volver a ver los cuerpos que me desvelaban, era un voyeur ansioso y precoz.
 
 

Por eso años, los de mi infancia, en el barrio, los chicos nos juntábamos para jugar a todo tipo juegos, generalmente por las tardes. Pero en verano, sin las matinales obligaciones escolares, cuando los vecinos sacaban sus sillas a la vereda para tomar “el fresco” de las noches, los chicos jugábamos a la escondida. El chiste del juego es encontrar el lugar más original para esconderse y ser el último en ser descubierto. Pero en nuestra escondida había algo raro. Noté que muchos de los pibes se escondían de a dos o de a tres, todos juntos, amuchados, rompiendo la estrategia del juego, porque a más bulto más posibilidad que los descubrieran. Una tarde, en un descanso de algún juego, Ramón, un chico de mi misma edad, me preguntó si yo ya me había escondido con Diego. El Ipa, que así lo rebautizamos al Ramón, esperaba mi respuesta con mirada cómplice. Dije que no, y no entendía su gesto. Entonces me desasnó de un tirón.

– Cuando nos escondemos con Diego, le hacemos de todo– explicó.

– No entiendo– respondí.

– Boludo, nos hacemos chupar la pija y a veces nos lo cogemos. Cuando se lo coge cualquier pibe se la aguanta piola; pero cuando se lo coge el Toro, con esa poronga gigante, grita de lo lindo.

Me quedé callado. Los chicos de mi edad nunca me habían llamado la atención, eróticamente hablando, pero si a Diego se lo cogían sólo jugando a la escondida, y sin comentarlo mucho, eso supuse que no estaría muy bien visto.

En el colegio, en los salesianos, la cosa no era diferente. En los recreos los juegos se ponían de moda un tiempo y luego se olvidaban. Pero uno me sorprendió: era una especie de mancha, pero sin que uno sea mancha y el resto los perseguidos. El juego nos tenía a todos contra las paredes del patio y cualquiera que se distrajera, o pasara caminando, era atacado por cualquiera de los participantes con el objetivo primordial de tocarle el culo. Juego raro para un colegio católico de varones.

            Cuando estaba en sexto grado, a un compañero de grado lo expulsaron del colegio. Sólo recibimos una versión de lo sucedido pero nunca pudimos hablar con él. Lo que se decía era que lo habían encontrado encerrado en el baño, cogiéndose a otro pibe. Algo era extraño: en el baño eran dos pero echaron sólo a uno.

            Ya casi en el final de la primaria estaba de moda en la televisión abierta la serie americana “Kung Fu”. El juego en el recreo era salir en grupo a hacerle Kung Fu a cualquier desprevenido. Las artes marciales que hasta entonces no eran muy populares, comenzaron a enseñarse con regularidad en clubes y gimnasios. Entonces las autoridades del colegio al que yo iba anunciaron que se abriría un curso de Karate en el gimnasio del establecimiento. Por suerte conseguí que me anotaran, la serie era mi preferida por esos años. Cuando llegué al gimnasio para la primera clase, la sorpresa no podía ser mayor. Esperaba encontrar a otros chicos del colegio, y si bien había algunos, no éramos más de diez. La mayoría de los alumnos de karate eran hombres de veinticinco años en adelante. Les pregunté a los otros chicos de qué se trataba, y me enteré de que el profesor era obrero de una fábrica automotriz del barrio. A este japonés, segundo dan, dado el furor que habían tomado las artes orientales, le habían pedido sus compañeros de fábrica que diera clases. Pidieron el gimnasio del colegio, que fue cedido con la condición de que los alumnos se pudieran inscribir al curso de karate. Así nos encontramos en un grupo donde la mayoría eran hombres que, después del trabajo, buscaban hacer algo de ejercicio, y al mismo tiempo aprender un arte marcial, de moda en aquellos años. Claro que para mí fue todo diferente: se produjo un giro en mis intereses. Ahora, el Karate quedó en un segundo plano. Porque cuando entraba al vestuario en cada clase veía que antes y después de bañarse todos se desnudaban y quedaban exhibiendo su cuerpo un largo rato. Sentí que esa parte de la práctica era la que más me interesaba: una experiencia que superaba a la del vestuario de la pileta porque era una suerte de bosque de cuerpos de obreros desnudos. Y si bien era un grupo que practicaba un deporte, la mayoría eran hombres con un importante sobrepeso que usaban las clases para salir del sedentarismo que les había abultado el abdomen. Fue entonces, en ese vestuario, donde descubrí que los hombres que me atraían no eran todos, sino los que ostentaban sus kilos de más y una importante panza. Y ahí me sentía más Kung Fu que nunca, me identificaba con el solitario caminante: creía que en eso estaba solo en el mundo, que solamente a mí podían atraerme ese tipo de cuerpos.

           

Ya en el secundario tenía claro que los hombres gordos eran mi objeto de deseo, que eran los que me producían excitación. Algunos profesores me calentaban mucho, aunque jamás pasaba por mi cabeza que algo pudiera suceder. Lo que sí sucedía entre los compañeros era una práctica que me generaba un morbo terrible, pero a la que nunca me animé a sumarme. Un grupito se juntaba por las tardes en la casa de alguno y se pajeaban todos juntos. Por lo que contaban, cada uno se atendía a si mismo, pero el juego era curioso. ¿Si pajearse era un placer solitario, para qué ese mitin erótico, esa comunión masturbatoria?

            Los años pasaban y decidí irme al seminario, a estudiar la carrera para convertirme en sacerdote. Tiempo después concluí que lo que buscaba era un lugar donde esconder lo que sentía. Los curas dirían que debía sublimar mis inclinaciones. Lejos de sublimar, concreté todo lo que había imaginado y mucho más, pero esa es otra historia, que narraré en lujo de detalles más adelante. Lo que me ocupa ahora es que concretada mi fantasía de tener sexo con otros hombres, debía mantenerlo en el más estricto de los secretos. Así pasaron los ocho años de seminario, y otros tantos más que siguieron cuando ya había abandonado los estudios para sacerdote y vivía en una ciudad pequeña donde me perseguía el miedo de que alguien me pudiese identificar por mi orientación sexual.
 
(Continuará)

martes, 11 de diciembre de 2012

Curas y sexo

(Fragmentos y final del capítulo ocho de Gordo puto, amén, el libro; escrito en 2008)



El cura que ahora me recibía pasaba de los sesenta años, era catalán de origen, flaco, alto, casi calvo, y vestido de la manera más informal, me señaló mi habitación, pegada a la suya. Dejé mis cosas y salimos. Entonces me señaló la iglesia (no hizo ningún intento por mostrarme el templo), y dirigiéndose al ala opuesta de la casa, del otro lado del templo, dijo:

           – Si te vas a quedar voy a mandar arreglar esa parte de la casa. Así yo puedo coger tranquilo en mi casa y vos en la tuya, no me gusta que haya gente en la habitación de al lado cuando estoy con alguien –y señalando con su mano derecha, sentenció: – Así tú cojes por allí, y yo cojo por acá.

Bueno, no parecía haber términos medios en los curas que me tocaban en suerte: de la locura del reprimido a la liberalidad más brutal, sin escalas, sin grises.
 
 

Dijo José, tal el nombre del cura, que debíamos recorrer el pueblo (un poco más grande que el anterior: veinte mil habitantes), y me invitó a subir al auto (un Renault 12, comprado con el típico “Plan Clero” –era el nombre con que en broma llamábamos al modo como los curas compraban sus autos-). Lo primero que preguntó era si sabía manejar, apenas esa habilidad le interesaba. Respondí que sí, y sentenció que sería yo entonces quien maneje de ahora en adelante. El auto era un modelo de ese mismo año, y andaba muy bien.

– ¿Te gusta? – preguntó.

– Sí, claro – respondí.

            – Estoy pagando las cuotas para que en enero me entreguen el nuevo cero kilómetro.

Debo haber hecho algún gesto, porque a continuación comenzó un interrogatorio en el que el cura quiso saber cómo pensaba yo. No oculté nada. Y al finalizar sentenció:

– Cuando era joven como tú, yo también era un idealista. Ahora soy materialista. Y vas a ver que tú también vas a serlo.

A esta altura ya estaba bastante perplejo. Pero faltaba la frutilla del postre.

– Me dijo el obispo que estabas viviendo en la parroquia de José Luis.

– Sí– respondí lacónicamente.

– ¿Y por qué te fuiste?

Relaté los sucesos que me llevaron a irme de esa parroquia, y entonces bastante enojado, sentenció el catalán:

            – Hipócrita de mierda. El viene todas las semanas a hacerse coger con el farmacéutico de la esquina de la plaza y pretende tapar todo con orden y puntualidad. ¡Qué farsante!

José era de lo más sociable. Reunía a todos los curas de la zona en su casa parroquial y organizaba jornadas pantagruélicas, en las que la comida era siempre excesiva y parecía que el vino y el champán se multiplicaban como en un milagro de Jesús, pero en un contexto más bien profano.

A José también le gustaba mucho ir a visitar las otras parroquias. Una noche fuimos de visita a otro pueblo, a visitar a otro cura catalán. Además de José y yo, estaban los uruguayos –así les decíamos a dos curas jóvenes–, el cura dueño de casa, una joven y un niño. Discretamente, antes de la cena, pregunté quienes eran la mujer y el chico. Jorge, uno de los uruguayos, el más pícaro de todos, me respondió:

– La secretaria parroquial y su hijo– y casi no aguantó la risa.

Cuando la cena terminó, trajeron una guitarra y me pidieron que cante un rato. Entonces el chico dijo que tenía sueño. La madre, con toda naturalidad le dijo: “Está bien, saludá y andá a acostarte.” Yo seguí cantando. Cuando nos fuimos, la señora de la casa nos despidió desde la puerta acompañando al cura párroco. En cuanto pude hablar con Edgardo traté de entender un poco que pasaba.

            – Acá no es como en otros lugares; acá todos tienen a alguien. En mi pueblo, el cura va el mismo a comprar los pañales descartables a la farmacia para su bebé recién nacido.

Traté de informarme más sobre el tema y pude saber que en algunos lugares no aceptan a los curas célibes, que si no se juntan con una mujer, el pueblo no los acepta.

 

Poco a poco iba entendiendo tantos las costumbres diversas entre los seminaristas que hablaban en femenino, o que como Norberto y Felipe habían sido inseparables todos los años del seminario. O como mi compañero de curso, Alejandro, se había pegado al cura Carlos, el prefecto, y ya no se separaron más. Mi confusión respondía en parte a mi ignorancia de muchos códigos, pero también a las señales ambiguas. Todo el mundo tenía a alguien, desde el rector, que era inseparable del Tano, hasta yo mismo que vivía mi escondido romance dentro del seminario. Entendí que el único secreto para sobrevivir tenía que ver con mantener la discreción. Y no como el calentón de Carlitos, que se le metió de prepo en la ducha al flaco Vergara, para tratar de hacer algo; o como Pablo, el santafesino que le quiso manotear el ganso a Gerardo mientras dormía la siesta en calzoncillos. Los dos – Carlitos y Pablo – fueron denunciados y expulsados del seminario. Pero con cautela se podía hacer de todo. Hasta el obispo docente que nos daba metafísica tenía su seminarista de compañía: el loco Castro me contaba sin ningún empacho cómo lo ayudaba a bañarse al viejo obispo. Claro, siempre puertas adentro y contando con la complicidad de quienes entendían los códigos.

Años más tarde conocí al gordo Greco. El gordo, que llegó a ser compañero de aventuras en nuestra huída de la vida de la reclusión católica, sostenía con claridad la clave para perdurar en la vida clerical:

            – Para ser cura no hace falta mucho. Si no tenés fe, nadie se da cuenta, podés fingir que crees y todo eso. Si no tenés esperanza en nada, nadie lo nota, tenés que hacer como que sí la tuvieras. Si no tenés caridad, no es ningún problema, es la más fácil de fingir. Lo único que tenés que tener es prudencia. Si sos prudente, y no te pescan, llegás a cura.

Pero no fue tan prudente el gordo Greco: su fórmula no funcionó con él mismo. No llegó a cura. Ahora, a veces lo cruzo en las fiestas de Osos.

 

En ese lugar, en la parroquia del catalán libertino, no llegué a estar ni dos meses. Al mes ya daba clases todos los días en la escuela de las monjas. Me tocaba ir a los campos de los estancieros a rezar los responsos y traer los abultados sobres que los terratenientes enviaban al cura: era una suerte de mensajero monetario, de vínculo espurio entre el poder rural y el religioso, dos ámbitos peligrosos, ideológica y económicamente hablando, de largo control sobre el destino de los argentinos. Todo esto sucedió hasta que el cura se fue de paseo a Europa y los uruguayos, que atendían parroquias vecinas, se instalaron en la habitación vecina a la mía, sin inquietarse por ocultar que allí había una sola cama.
 
 

En medio de esa vida disipada, un poco corrupta, un poco hipócrita, estaba inmerso esa mañana cuando desperté y decidí terminar con todo. Junté todas mis cosas y me volví a Buenos Aires. Ya era tiempo de acabar con la inocencia y con la farsa, los horizontes que en realidad quería eran otros muy distintos, más diáfanos, más verdaderos.


lunes, 3 de diciembre de 2012

Cartas marcadas


 (Fragmentos del capítulo ocho de Gordo puto, amén, el libro, escrito en 2008)
    

Mientras aún estaba en el seminario, a mediados de los ochentas,  dos cartas me complicaron la vida. Aunque visto a la distancia, fueron de gran ayuda. Me permitieron irme de un lugar al que nunca debí haber ingresado. Tal vez fueron esas actitudes las que me hicieron creer que en la metodología está la ideología.

La primera carta llegó a la facultad de teología de la Universidad Católica Argentina. Urgido por nuestros reclamos de una mejor formación, que en el seminario de La Plata no encontrábamos, los seminaristas de la diócesis de San Justo, a la que yo pertenecía, fuimos trasladados a vivir en una casa del gran Buenos Aires y cada tarde íbamos a estudiar a Devoto, a la facultad de teología. La ida del seminario San José tuvo que ver, entre otras cosas, con el modo en que éramos tratados. Al llegar a la casa del Gran Buenos Aires me llevó una semana comprobar que se repetía el modelo que habíamos repudiado. Hablé con el obispo de entonces, y anuncié que me iría a mi casa, pero que seguiría estudiando.

Unos pocos días después soy citado por el rector de la facultad, para anunciarme que ya no podía seguir estudiando allí. Pregunté por qué y me anunció que había recibido una carta de mi obispo donde recomendaba que no se me dejara seguir estudiando en ese lugar. Pregunté por los motivos, y respondió que no me los podía decir.

Muy desorientado, salí de la entrevista y me reuní con antiguos compañeros en los pasillos de la facultad. Al ver mi cara, uno preguntó que me pasaba. Le conté, y me dijo que el sabía qué decía la carta. Sin salir de mi asombro quise saber.

– ¿Vos conociste un cura alemán antes de entrar al seminario? – me preguntó Pablo.

– Sí, ¿por qué? – respondí, una vez más, preguntando.

– El obispo se enteró de esa historia, y la usó para impedir que sigas estudiando.

Con Pablo habíamos ingresado juntos al seminario. Fuimos compañeros de curso todos los años que estuvimos en La Plata, y lo seguíamos siendo en Devoto. Yo no sospechaba que él también era gay. Sólo una anécdota un día me había dejado pensando.

            Estábamos almorzando en el seminario, y en la misma mesa estaban Armando, Felipe, Adrián, Norberto y Pablo. No era extraño que muchos seminaristas fuesen amanerados, lo que si era peculiar era el trato en femenino que se propiciaban. En ese tiempo no lo entendí; ahora comprendo perfectamente: el trueque del femenino entre las locas era un código gay por excelencia. El seminario estaba lleno de hombres que ocultaban allí su identidad, y habiendo ingresado con una larga experiencia, rápidamente habían detectado a otros gays, camuflados entre las sotanas. Pablo comía sin prejuicios y en abundancia, y con los años había echado una interesante panza. Armando siempre era cuidadoso con las cantidades de comida y trataba de mantener la línea. Yo, que había ingresado a su mundo sin saberlo, aun no manejaba los códigos. Fue entonces cuando Armando, mirando a Pablo comer, le dijo:

– Mirá que a las “mujeres” no le gustan los panzones.

Pablo levantó lentamente la vista del plato, y con un tenedor cargado en la mano y una sonrisa que saltaba de los labios a los ojos, le respondió:

– Sí, ya sé, pero los panzones se las cogen.

La mesa fue una sola carcajada. Todos habían entendido el diálogo. Yo lo registré, pero quedé fuera. Para mí en ese momento, era impensable que un hombre se identificase con una descripción en femenino. Con el tiempo supe que Pablo frecuentaba las “fiestas” para seminaristas, religiosos, curas y obispos, pero esa es otra historia.

Pablo, que había tenido acceso a la famosa carta, me estaba “avisando” que me habían descubierto y que no me iba a ser sencillo seguir adelante.

           – Y vos, ¿cómo sabés de la carta? Si a mí acá no me quisieron decir de que se trata, y el obispo se niega a recibirme.

           – Sí, ya sé – me respondió Pablo–. Pero el obispo se encargó de hacer circular la carta entre los curas, y los curas nos la mostraron a los seminaristas.

– Entiendo.

Fue todo lo que pude decir. Me despedí de Pablo y del resto, y ya no seguí cursando.

Con el tiempo entendí que los chistes dentro del seminario y en los ámbitos de las iglesias no tenían inocencia alguna. El que decía “¿Qué hacemos tomamos mate o cogemos?”, se oía frecuentemente. Y no era una frase irónica, sino que encarnaba las dos ocupaciones más frecuentes para llenar el tiempo libre en los santificados edificios educativos.

           

Un día, varios meses después del episodio de la carta, del modo más casual, me cruzo en una estación de tren en el Gran Buenos Aires con el gordo Edgardo. Con él habíamos compartido los estudios en el seminario de La Plata desde primer año hasta la época de Devoto.

– ¡Hola! ¡Qué sorpresa! ¿Qué hacés por acá? – me preguntó.

– Voy para lo de mis viejos. ¿Y Vos?

            – No, voy a Capital; de paseo – como ya nos separábamos, sin preámbulos, preguntó: ¿Vas a seguir estudiando?

– No, no creo. ¿Por qué?

            – Nada. Mi obispo recibe a todo el mundo, y no pregunta nada, ni pide antecedentes. A vos te falta tan poco... Además, yo no voy a seguir cursando, este año lo voy a hacer en la parroquia, y luego, me ordenan y listo.

Edgardo era un gordo bueno, aunque carecía de toda capacidad como para desarrollar una tarea como la que se espera de un sacerdote. Cuando estábamos en primer año, presencié su examen final de historia de la filosofía antigua. Le tocó Parménides. El gordo arrancó bien y dijo:

– El ser y el no ser no es, y de aquí no me muevo.

Y cumplió: fue todo lo que dijo. Y para un final era más bien poco, pero aprobó. La posición general era no exigir en la parte “teórica”, hacían falta curas y los obispos no iban a entender que uno de sus seminaristas no avanzara en la carrera porque no entendía filosofía antigua. Por eso este tipo de exámenes no eran la excepción.

Como el caso de Carlitos Olguín, que sostenía que el nivel de las clases era bajo. En esa época se decía que con “guitarrear” un poco en el final, pasabas. Y fue así que Carlitos se presentó a rendir empuñando la guitarra, y sin ponerse colorado, les dijo a los docentes:

– Ya afiné, cuando quieran comienzo.

O el tío Smith, que sacando bolilla para rendir (sacábamos dos bolillas, de las cuales debíamos elegir una), se da vuelta, lo mira a su inseparable compañero, y le dice delante de todos:

– ¡Qué macana Stanich! Saqué justo las dos que colgamos.

Pero no eran sólo los exámenes los únicos momentos en que quedaba de manifiesto el grado de informalidad. El mismo tío Smith, frente a “la injusticia” de ver que le sacaban de su cuarto el televisor que había ingresado de contrabando, se quejaba. El cura, a cargo del operativo le trataba de hacer entender que no se podía tener un televisor en la habitación. El tío, en defensa propia, quiso citar una fuente de autoridad, y dijo.

           – San Agustín dice: Ama y haz lo que quieras. Pero acá, nadie ama a nadie y todo el mundo hace lo que se le cantan las pelotas. Y a mí justo me tienen que sacar el televisor.

 

Con la misma informalidad que era regla general en los seminarios, Edgardo ahora me proponía que hiciera el último año en su diócesis. Y yo acepté.

En esos días, me encontré con el Negro Rodolfo, que había decidido dejar él también el seminario.

– ¿Qué pasó? – quise saber.

– Nada, estaba cansado de comer pulpo los viernes para hacer penitencia.

A buen entendedor... No pregunté más. Le conté de la invitación de Edgardo. Nos contactamos con él, y los dos viajamos al centro de la provincia de Buenos Aires. El 1º de enero llegamos a la curia. La propuesta era que pasemos el mes de enero cerca del obispo para que nos pueda conocer. Y también el resto de los curas pudieran hacerlo. Para el obispo yo era casi invisible, salvo cuando jugábamos al truco por la noches. Me gané su respeto al ganarle una falta envido con 26, sin ser yo mano.

– Pensé que por ser el obispo me ibas a tener un poco más de respeto, pero me gusta tu actitud– dijo el anciano obispo con alma de timbero, ya cercano a los setenta y cinco años, a quien cada noche venía a acompañar una jovencita de no más de veinte. Yo, extrañado por esa presencia en el obispado, le pregunté a Edgardo que pasaba:

           – Y, está grande, necesita que de noche alguien le caliente los pies– me dijo con la burla en los ojos. Si me hubiera respondido: “Viene a atenderlo al viejo. ¿Sos boludo vos?” Me hubiese dolido menos. Es que siempre pasaba por inocente porque nunca me acostumbraba a las tramoyas eclesiásticas, a ese constante doble fondo que ocultaba lo que las leyes santas promulgan y prohíben. 

Durante ese mes vi como cada noche el secretario de la diócesis, un cura de muchos años, pero con una de las panzas más lindas que haya visto, regresaba cada noche pasadas las doce, manejando su auto cero kilómetro, con un nivel de alcohol superior al sensato como para un hombre al volante y de su responsabilidad.

El Negro no pasó desapercibido. Así como yo ya usaba barba, él había decidido dejarse unos copiosos bigotes que le daban un aspecto para nada convencional en ese contexto de hombres con apariencia de santurrones. El tercero de los curas que vivía en la curia diocesana, luego del primer almuerzo, comenzó a contar una anécdota:

           – Una vez que venía en avión, tenía sentado a mi lado un hombre con unos bigotes inmensos, tipo mexicano. El hombre era muy charlatán; me contó de su familia, de su trabajo, de sus viajes. En un momento me preguntó a qué me dedicaba, y yo respondí que era sacerdote. El hombre quiso saber por qué me había hecho sacerdote. Entonces yo le respondí: para no tener unos bigatazos así como los suyos.

Nos reímos de la anécdota. Nos miramos con el Negro, quien por supuesto, nunca se cortó el bigote.

Pasado el mes de mutuo conocimiento me enviaron a una parroquia. El párroco, de origen alemán, delgado, alto, calvo, indefectiblemente siempre de sotana impecable, vivía allí con su madre. Y los amaneramientos del cura no podían ser más femeninos.

La casa era de un confort y sobriedad admirables. Me tocó la pieza de huéspedes, porque mamá ocupaba la segunda habitación de la casa. Pasé tres meses allí, hasta que decidí que ya había sido suficiente. La rutina era realmente inexorable: cada día era idéntico al anterior. La misma hora para levantarse, los mismos ritos, la misma hora para ir a dormir: todo acomodado para que la rutina disciplinaria fuera el colmo de la repetición asfixiante. Algunas tardes empecé a salir a caminar, como para oxigenarme.

Después de la semana santa, el cura anunció que nos iríamos a Mendoza.

– Después de todo este tiempo de trabajo, necesitamos descansar – justificó.

Los que en realidad habíamos trabajado éramos el cura y yo. Pero “mamá” también vino de vacaciones. A la madre del cura y a mí nos hospedaron unas monjas, en unas habitaciones dignas de un hotel cinco estrellas. El cura se quedó a dormir en el obispado, para pasar tiempo junto al obispo. A los días confirmé mis sospechas de por qué él se quedaba allí y yo no. Pero esa es otra historia.

En una oportunidad, mientras vivía en ese casi monasterio, me vino a visitar mi amigo, el Negro Rodolfo. Le avisé con tiempo al cura, y estuvo de acuerdo. Mi habitación, la de huéspedes, tenía dos camas y allí se quedaría unos días. Después de una cena mi amigo propuso ir a dar una vuelta por el centro. Le avisé que no tenía llaves de la casa en que vivía hacía ya dos meses, y que el cura y su madre se acostaban temprano. El Negro me prometió que volveríamos pronto. Nuestra salida se redujo a tomar un café en el único lugar abierto de ese pueblo bonaerense que apenas tenía tres mil habitantes, contando la población rural. Cuando regresamos no eran aun las diez y media, y la casa parroquial estaba totalmente a oscuras. Al tocar el timbre no tuvimos ninguna respuesta. Luego de veinte minutos comenzamos a tirar piedras a la ventana de la habitación del cura, nos hizo esperar así otros veinte minutos y recién entonces bajó a abrir. A la mañana siguiente el Negro se fue. Volvió a su propia parroquia, con su propio infierno. Pero esa es otra historia también.

No volvimos a hablar con el Negro. Y yo seguí viviendo allí, sin las llaves de la puerta de casa, como si fuera un niño, aunque supuestamente estaba a pocos meses de ser ordenado cura. Fue entonces que el cura me dijo que desde la escuela pública, la única del pueblo, le pedían si yo podía ir a dar unas charlas de formación humana, porque no podían darle a las mismas un nombre confesional. Acepté, y a los pocos días estaba en el quinto año de la escuela del pueblo, hablando con los adolescentes. En el tercer o cuarto encuentro, uno de los alumnos sostenía una posición diferente a la mía en el tema que comentábamos. Le dije que disentía, pero él tenía derecho a tener sus puntos de vista. Al final de la clase, la directora – una de las cercanas colaboradoras del cura en la parroquia– me llamó, porque ya le había llegado el comentario de lo sucedido, y quería sancionar al alumno. Tardé media hora en convencerla que el chico tenía derecho a tener su propia opinión, hasta que lo aceptó. Como la clase era casi al final de la mañana, mi regreso a la casa parroquial debía producirse casi a las 12, hora en la que religiosamente, no podía ser de otro modo, se almorzaba en la casa del cura y su madre. Miré la hora y vi que pasaban de las 12.30 cuando estaba llegando.

La escena era surrealista. En la mesa estaban los tres platos servidos (desde las 12, imagino), el cura y su madre de pie, como solían estar antes de comer, para hacer la bendición. Cuando ingresé al comedor, el cura me increpó con un:

– ¡Esto no es un hotel!

Yo, que venía fastidiado por la estupidez de la directora, y no salía de mi asombro al contemplar la ridícula situación del cura y su anciana madre, le respondí:

– Esto es una parroquia, y la tarea pastoral está por encima de sus estrictos horarios. Y si hay algo que no necesito, es que me digan a qué hora tengo que sentarme a comer. El que parece que no se dio cuenta que esto no es una dictadura, es usted.

Subí a mi cuarto, agarré los documentos, algo de dinero, la campera y la gorra, y me fui sin saludar. Salí a la ruta, y haciendo dedo llegué al pueblo vecino donde estaba el Negro. En una situación similar a la mía.

También tenía que terminar el último año de formación para ser sacerdote viviendo en la parroquia, dar los exámenes que faltaban (cosa que hicimos ante una mesa examinadora compuesta por el obispo (el de la veinteañera), el secretario (el del problema con el alcohol), y un tercer personaje inescrutable que nunca pude descifrar. Pero si a mí me había tocado un homosexual reprimido, que parecía ocultar en un orden y una puntualidad enfermizas toda su frustración, al Negro no le había ido mucho mejor. El cura que le había tocado sumergía su soledad en whisky cada noche, como un rito alcohólico íntimo que si bien podía ser inofensivo, le causaba bastantes problemas en la convivencia.

El Negro se alegró de verme, y al cura no le importó. Desde allí llamé al obispo y me dijo que fuera al día siguiente a hablar con él. Lo hice, y al llegar la sorpresa fue grande. Todas mis cosas (ropa y libros), habían sido enviadas por el cura al obispado con una carta adjunta. Otra carta más. Allí señalaba que para él yo no tenía vocación sacerdotal, porque me levantaba a las ocho de la mañana, me quedaba todas las noches viendo televisión, cuando recibí una visita se me había visto “trasnochando por los bares del pueblo”; y lo peor de todo, cuando me bañaba dejaba la bañera llena de pelos, y su pobre madre tenía que ver ese desagradable espectáculo. En ese momento me dio bronca, pero el obispo, que estaba más allá del bien y del mal, se cagó de risa y me ofreció ir a otra parroquia ese mismo día. Obcecado, terminé aceptando.



 

sábado, 1 de diciembre de 2012

Día mundial de lucha contra el Sida


"La única lucha que se pierde es la que se abandona"
Che Guevara

Sin el respeto debido a los Derechos Humanos de todos y todas no existe el acceso a la prevención, atención y tratamiento universal de todos y todas.

En el Día Mundial de Lucha contra el Sida, me sumo a los reclamos de personas y organizaciones y, recordando a todas las personas que ya no están con nosotras y nosotros por el incumplimiento del acceso de los derechos humanos universales, exigimos:

 Incremento de recursos para la investigación científica en materia de VIH.

Que todas las personas que habitan suelo argentino puedan acceder a la prevención, atención y tratamiento universal sin estigma ni discriminación.

Que se respete la identidad de género de las personas trans.

Que el gobierno, agencias y sociedad civil trabajen en conjunto para prevenir el VIH-Sida.

Programas de educación sexual en las escuelas públicas y privadas.

Campañas efectivas de prevención de VIH.

Implementación de leyes que mejoren la calidad de vida de las personas viviendo con VIH-Sida.

Actualización de la Vigilancia epidemiológica para las personas trans en Argentina.

Que la problemática del VIH-sida forme parte de la agenda de todos los gobiernos de nuestra región.

Unidas y Unidos frente a la lucha contra el VIH-Sida.
 
 

martes, 27 de noviembre de 2012

Antesala del infierno

(Este texto lo escribí en el año 2008, cuando todavía vivía en Buenos Aires. Es el primer capítulo del libro Gordo puto, amén, que debía ser editado en 2009 y nunca llegó a serlo.)



Con Virgilio, como en la antesala del infierno

 

El espinoso relato de Virgilio o de cómo un encuentro a contramano se transforma en una historia simétrica de mi vida errante que se resiste a ser contada.

 

            Descubriendo simetrías

– Necesito contarte algo chico.

– Bueno. Dale.

– Pero es que es muy largo, y me va a llevar un buen tiempo.

– No hay problema. Tengo el resto de la tarde libre.

– Es que no sé. Me parece que tú no me vas a creer. Es la historia de mi vida, sabes. Mucha gente cercana, amigos o conocidos, me dice que debiera escribir un libro con todo lo que me ha pasado. Es más, un psicólogo, cuando le terminé de relatar todo lo que había pasado en mi vida, me preguntó cómo no me había matado...

– Bueno, bueno –lo interrumpí a Virgilio–; sospecho que el psicólogo era bastante berreta, o un poco psicópata, o las dos cosas. Y estoy seguro que no creo que debas tener en cuenta su opinión. Hagamos lo siguiente, contame lo que me querías contar y dejame que evalúe por mí mismo.

Virgilio me miró largamente. No había tristeza en sus ojos, sólo un poco de incredulidad.

 

Perdón que interrumpa, pero me parece que debería empezar por donde corresponde, rebobinar un poco antes de seguir. A Virgilio lo conocí en una fiesta del Club de Osos de Buenos Aires, un domingo a la noche, hace algunos meses, en Contramano. Ahora un lugar mítico reducido en capacidad por las políticas municipales postCromagnon, Contramano es un sótano convertido en disco, muy típico de los ochenta, que fue un lugar germinal de la cultura gay: vio nacer y expandirse al primer activismo gay-lésbico de Argentina tanto como acompañó en sus comienzos al Club de Osos. Por la larga historia de rituales subterráneos de Contramano, muchos la llaman la Catedral, en un plan hereje que me resultaba además de divertido, perfecto para enmarcar los fines de semana de mi nueva vida abiertamente gay. Por eso, como tantas veces, esa noche también había estado en la puerta, recibiendo a la gente que llegaba, saludándolos y dándoles la bienvenida al Club de Osos. La mayoría de las caras eran familiares, siete años en el club me permitían reconocer a los habitúes y detectar a los recién llegados. Poco después de que diéramos puerta, lo vi. Estaba seguro que era la primera vez que venía a una de nuestras fiestas. Retacón, grueso, cabeza afeitada y mirada severa. Lo saludé como a todos y lo seguí con la mirada sin disimular mi interés, mi baba. Se sentó en las gradas y se quedó mirando cómo el resto de la gente llenaba el lugar en pocos minutos.

Como dos horas más tarde, cuando ya la tarea de la puerta no me requería, di una vuelta por el boliche y lo volví a ver. Sentado en el mismo lugar, la misma mirada, solo, parecía ajeno a todo. Puedo confesar que volviendo a mirar, su sex appeal crecía para mí cada vez más por su particular quietud, su mueca entre tímida y abstraída, su postura de no pertenecer ni confundirse con la multitud de Contramano.

Una hora más tarde ya no estaba en el lugar en que lo había visto. Recorrí la barra, la pista, subí al primer nivel y nada. Con la sensación de que ya no lo encontraría subí al segundo nivel, y allí estaba. Solo, sentado en un taburete, asomado a la baranda. Me acerqué y lo encaré.

– Hola.

– Hola. – Su mirada no se decidía entre la sorpresa y la desconfianza.

– ¿Todo bien? – Pregunté.

– Sí, todo bien, gracias.

– Por tu acento veo que no sos de por acá.

– No, soy cubano.

– Cubano, que bien. ¿Y qué andás haciendo por acá? ¿De vacaciones? – Buenos Aires ya era la capital sudamericana del turismo gay, y no me extrañaba en absoluto la presencia de un turista más.

– No. Vivo acá, hace unos años.

– ¿Unos años? ¿Y cómo no te vi nunca en una de nuestras fiestas? Porque sos un Osito hermoso y estoy seguro que es la primera vez que te veo.

– Si. Es la primera vez que vengo a una fiesta de Osos, es que estaba en pareja y a mi ex no le gustan los boliches, y eso...

– Entonces ahora te decidiste a conocer.

– No. Una vez, hace un par de meses, llegué hasta un lugar en la calle Humberto Primo, pero no me animé a entrar. Hoy día sí. Quería conocer y me animé.

– La de Humberto Primo es nuestra casa; del club, digo.

– Qué bien.

– Me llamo Franco, ¿vos?

– Virgilio.

– Como Piñera.

– Pues sí.

– Desde que entraste noté que eras nuevo acá, y yo no podía dejar de mirarte.

– ¿Te estás burlando de mí?

– ¡No! En serio. Me impactaste y a la vez me intrigabas.

– Bueno, si tú lo dices...

– Claro. Te vi llegar, y te seguí mirando durante toda la noche. Hasta que me decidí a buscarte.

– Discúlpame pero no te creo.

– ¿Por qué?

– Nadie se fija en mí.

– Yo sí. Y estoy seguro que muchos más, pero tenías ese gesto tan severo que intimidás un poco.

– Es que estoy un poco nervioso.

– Bueno, tranquilo. ¿Te gustan los Osos? – Como en la fábula de La Fontaine, esa del escorpión y la rana, no pude desobedecer a mi naturaleza.

– Sí, sobre todos los muy peludos.

La charla siguió los intrascendentes caminos del parloteo de reconocimiento: diciendo y ocultando, exhibiéndose y metiéndose para adentro. Me contó que vivía en el oeste del gran Buenos Aires, con otros cubanos amigos, y que hacía algunas inversiones aquí, que le permitían vivir.

– ¿Y tus amigos son gays? – Pregunté.

– No. Y ellos no saben que yo lo soy. – Yo ya estaba un poco impaciente: le había dicho que era lindo, había constatado que le gustaban los Osos, le había mantenido la charla un rato largo, pero él no daba ningún indicio de querer pasar al siguiente nivel. Cuando estábamos cerca del game over, me dijo:

– Tú eres bien guapo. – Con las dos manos le agarré la cara, la acerqué a la mía y lo besé profundamente. El sentado en el taburete y yo de pie, besos y caricias se prolongaron casi una hora. Los cuerpos pegados. El deseo creciendo.

– ¿Querés venir a casa? – Pregunté, creyendo que no había ninguna necesidad de preguntar.

– No puedo. Debo regresar a mi casa. Mis amigos no saben donde estoy y se preocuparían si no regreso.

Si le estuviera contando la historia a algún Oso del club, le diría: – ¿Sabés cómo quedé? Lacia.

– Bueno, te dejo mi teléfono y hablamos. – Dije con un poco de fastidio.

– De acuerdo chico. – Se lo anoté y le di la tarjetita. Quedé esperando el suyo y nada.

– Yo te llamo – fue lo último que dijo antes de irse y que yo me pierda entre la rutina de caminar en una disco medio despoblada, habitada de pocos ojos con más de tres copas mirando hacia lugares más o menos indefinidos. La gente permanecía sin desesperación, sin deseo, sin decepción, estando ahí, casi como voyeurs alquilados como parte del decorado.

 

Llamó varios días después. Quedamos en encontrarnos en un café anónimo del Centro y fue puntual. Le dije que no tenía mucho tiempo, pero que podíamos arreglar para vernos otro día.

– Me encantaría, de veras, pero pasado mañana viajo.

– Bueno – dije casi como despedida final – cuando vuelvas nos vemos. ¿Puedo

preguntar a dónde vas?

– A Río de Janeiro, con mis amigos cubanos, por unos negocios.

Lo primero que pensé fue en qué negocios andaría. Pero como fueran cuales fueran no

me importaban, dije:

– Mirá que bien. ¿Y vas por mucho tiempo?

– Unos veinte días.

– Ajá.

– Pero estoy un poco asustado. Me dijeron que Río es una ciudad peligrosa y yo no

 hablo nada de portugués.

– No. No es peligrosa. No más que otras ciudades. Y el portugués es fácil. Además si

 hablás lento te entienden. – Yo hablaba para mi mismo. En Río vive Raul, mi Raul (así, sin acento), y eso es lo que yo creo de Río de Janeiro. A Raul lo había conocido en una fiesta de Osos en Buenos Aires hacía más de un año y ahora éramos una pareja abierta a larga distancia.

  Si querés -continúe diciéndole a Virgilio-, te puedo dar el teléfono de un carioca que

Se maneja perfecto con el castellano (y esta es una apreciación personal, condicionada por mi afecto a Raul) y te puede ayudar.

– ¡Hablas en serio! – Fue la primera vez que le vi brillar la mirada.

– Si. – Se lo anoté y le dije que podía llamarlo con toda confianza. Nos despedimos y

 pensé que ya no volvería a verlo.

 

Esa noche, cuando hablé por teléfono con Raul, le avisé que en un par de días podían

llamarlo por teléfono, un cubano que yo había conocido, dije, que va a estar unos días en Río.

      – ¿Y es gordito? – Preguntó Raul, con quien éramos cómplices en nuestro gusto por los gordos.

– Sí. – Y se lo describí.

– ¡Qué bueno!

Varios días después, hablando como cada noche con Raul, me dice:

– Hablé con la cubanita.

– ¿Con quién? – Pregunté perplejo.

– Con el gordito al que vos le diste mi teléfono.

– ¿Sí? ¿Y?

– No vas a creer. Yo estaba en el trabajo, suena mi celular y era él. Le dije que lo volvería a llamar, que estaba en una reunión importante, cosa que era cierta, y corté. A la tarde, cuando tuve un momento, llamé al número que me quedó registrado en el celular. ¿Y a que no sabés lo que me respondieron del otro lado?

– No, ni idea.

– Parroquia Nuestra Señora del Santo Sepulcro. – Y largó la carcajada.

– ¿Entonces? – Le pregunté después de mi propia carcajada, pero ansioso de curiosidad.

– Me dijeron que el padre Virgilio no estaba y que le dejarían el mensaje. A la hora volvió a llamarme él, asustadísimo, quería saber que había dicho yo al que me había atendido, si había dicho algo de los Osos o si me había presentado como pareja de otro hombre. Estaba desesperado.

– ¿Y vos habías dicho algo que lo pudiera perjudicar?

– Nada. Cuando escuché que era una parroquia, me di cuenta de todo y fui muy discreto. Pero dejá que te cuente. Nos encontramos esa noche y me contó un montón de cosas de su vida, y mientras contaba, representaba. Cuando imitó al cardenal de La Habana, que hacía unos gestos todos de señora, la gente en el subte carioca nos miraba y no se aguantaba la risa. Cuando se le pasó el susto, antes de despedirse, me pidió las direcciones de las saunas y de las fiestas de Osos de Río.

 

Ahora sí, volvemos al comienzo, que fue dos semanas después del incidente de Río, cuando Virgilio regresó a Buenos Aires, y nos encontramos en otro café anónimo, y me dijo que un psicólogo le había preguntado cómo no se había matado. Así es que Virgilio buscaba las palabras para contar su historia, que él creía única, larga y digna de un libro.

       – Dale, contame – repetí –, pero no creo que me sorprenda. – Yo no le dije nada de los adelantos que Raul me había hecho-. Es más no creo que sea tan novedosa, ni tan terrible.

– Sí, sí que lo es. – Dijo muy serio.

– Bueno – lo desafié –, contá. A mí también me dicen que tengo que escribir un libro con mi vida. Después yo te cuento mi vida y vemos, comparamos.

Y tras revolear los ojos por el bar para confirmar que nadie cerca estuviera escuchando, Virgilio se largó a contar, con lujo de detalles y sin pausas.

Cuando tenía seis años, a su padre lo fusiló el nuevo gobierno -cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra conquistaron el poder– por opositor político, dijo; omitió mencionar que la revolución fusiló a quienes habiendo sido juzgados por tribunales revolucionarios fueron encontrados responsables de numerosas muertes o habían torturado a millares de cubanos. La suya era una familia acomodada de la aristocracia vernácula, de las que Eduardo Galeano calificaría como miembro de la “sacarocracia”. Quedó entonces solo, con su madre, estigmatizados los dos. Padeciendo ahora las mismas privaciones que el resto de la mayoría de la población empobrecida de la isla, que supo ser un edénico jardín, saqueado por los imperios y sus cómplices vernáculos. Se educó como católico y se graduó en filología. Toda su vida supo que era gay, pero en ese momento en la isla serlo era realmente peligroso. Lo interrumpí para comentarle que algo sabía, había visto la película que cuenta la vida del escritor Reynaldo Arenas y me resultaba todo muy similar. Coincidió con el comentario y continuó.

La revolución tardaría casi cinco décadas en aceptar los derechos de las minorías sexuales. Por eso, nunca –en su juventud– se atrevió a nada. Ni pensaba en la posibilidad de tener sexo con otro hombre. Así, sin tener contacto físico con nadie llegó casi a la adultez. Fue entonces que quiso entrar al seminario para ser sacerdote. Si hasta ese momento estaba de la vereda de enfrente de la Revolución, con esto, lo completaba.

Se ordenó cura y lo destinaron a la catedral de La Habana. Allí es donde residía el Cardenal que, puertas adentro, vivía su homosexualidad sin reparos y tenía ademanes de señora. En ese ámbito, donde veía que los otros se permitían lo que él no, se animó a su primera experiencia. Se enamoró entonces de un muchacho del grupo juvenil.

       – ¿Y cómo hacían? – Quise saber –. Porque vos cura, en un país homofóbico, donde atreverse a serlo era peligroso, no me imagino que pudieran ir a un hotel como acá.

– No, ni en sueños. Él se quedaba en la iglesia, en la casa donde yo vivía contigua a la catedral – dijo con toda naturalidad –. Hasta que me llamó el Cardenal y me dijo que eso no podía seguir pasando. Que ese joven no se podía seguir quedando en mi habitación.

– Que vos fueras gay no importaba – apunté.

– No. Sólo, es que solo les importaba la discreción.

– ¿Y los otros curas?

– Tenían sus propias historias. Pero entre ellos, para no llamar la atención.

– ¿Entonces?

Entonces, contó, que tuvo que terminar con el chico. Que sufrió como un perro y que poco después pasó algo inesperado.

Me relató que otro chico del grupo juvenil había recibido un casete de música grabado en Miami, que se lo había regalado a él, que él lo tenía en el cajón de su mesita de luz y que otro chico –también del grupo juvenil– se lo había robado del cajón, sin que él se diera cuenta. Que éste chico se lo había llevado a la casa y lo estaba escuchando a volumen alto. Que las canciones eran contra el gobierno de Fidel y la Revolución. Que un vecino llamó a la policía y que cuando confiscaron el casete, éste tenía su nombre en uno de los lados. Entonces la policía fue hasta la catedral. Lo detuvo a él. Lo interrogó. Lo torturó y lo tuvo preso por seis meses.

      – Me sacaban en pleno invierno al patio en calzoncillos y me mojaban con una manguera por horas. – Contó, los ojos vidriosos.

      Una vez más me pareció que omitía algunos detalles. O los acomodaba convenientemente. Pero no dije nada.

Contó también que cuando quedó libre se tuvo que ir de la isla, a los Estados Unidos. No mencionó fechas, pero me imaginé que fue uno de los marielitos.

Un tío, de parte de la familia de la madre, tenía buenos contactos con los exiliados de Miami. Allí ejerció un tiempo como cura para la comunidad latina. Todo estaba andando bien, lo estaban por incardinar al clero norteamericano, y fue entonces cuando le ofrecieron ir a Puerto Rico. Y se fue. A la parroquia de unos curas amigos, que eran pareja entre ellos. En Miami, no se había animado a nada, había vivido célibe todo ese tiempo, no quería hacer nada de lo que pudiera enterarse su tío, y que la información le llegue a su madre.

– Me fui a Puerto Rico pensando que podría estar menos vigilado –afirmó continuando su largo monólogo-. Yo sabía que en Miami podía ir a cualquier centro nocturno gay y conseguir algo, pero no me animé. En Puerto Rico uno de los curas quiso que tengamos algo entre nosotros, y yo le dije que no, que no podía ser, que él estaba en pareja con el otro cura. Y él me respondió que eso ya se estaba terminando. Igual, no acepté. Yo estaba desconsolado. Una tarde salí a caminar por el malecón de San Juan, la capital de Puerto Rico. Estaba nublado, lloviznaba. Al rato se me acercó un hombre interesante. Yo desde el joven de la catedral de La Habana no había vuelto a tener sexo con nadie. Me habló, y le respondí. Me dijo que era una linda tarde para ver la lluvia detrás de una ventana, abrigado, bien acompañado. Y yo no aguanté más – dijo, como excusándose, Virgilio– y le dije que era una tarde para estar en la cama con un hombre hermoso como él. Y resultó que era policía encubierto, me mostró sus credenciales, me esposó en plena calle y me llevó preso, y tuvo que venir el párroco a sacarme de la cárcel.

Después de eso el cura, al que yo le había dicho que no quería tener sexo con él, comenzó a decir que ya no sería posible que siga en la parroquia, que esas cosas se sabían y que era mejor que me fuera. Quise volver a Miami, pero me dijeron que no. Que mi ida anterior no les había gustado. En esos años había muerto mi madre, que era lo único que yo tenía como familia, y ya nada me haría volver a Cuba. Y decidí conocer Argentina, que nunca había podido conocer, cuando había querido, porque cuando estaba el uno a uno era muy caro. Ya conocía España y otros lugares, pero no Argentina, y estaba muy interesado en conocerla. Vine y conocí aquí un chico uruguayo, me enamoré y me quedé con él. Me fui a Uruguay, a un pueblo muy pequeño. El no estaba definido, no se asumía como homosexual. Tenía novia, porque en el pueblo no podía decir lo que era, y mientras tanto vivíamos con su madre, en una casa muy pequeña. Yo me quedé con ellos casi dos años hasta que un día vino el chico y me dijo que su novia estaba embarazada y que se pensaba casar. Entonces me volví a la Argentina.

Aquí en Buenos Aires –avanzó en el relato Virgilio-, en la anterior estadía,  había conocido a alguien y vine a tratar de volver a contactarlo. Antes de conocer a mi ex pareja, en un bar de zona norte, yo estaba sentado en la barra. Vino el barman, me acercó una copa y me dijo:

– Se la envía el señor que está en la punta de la barra.

Yo no podía creer que alguien se hubiera fijado en mí. Le agradecí con la mirada y se acercó. Cuando se presentó me quería morir. Me dio un ataque de nervios tal, que yo no podía controlar - dijo Virgilio estremeciéndose al recordar aquel malestar.

– ¿Por qué? –Pregunté – ¿Era muy feo?

– Para nada. Era enorme y con una solemnidad que yo conocía bien, se presentó como monseñor Alejandro. Yo pensé que era una broma, o que alguien me espiaba y me perseguía, y no quise nada con él esa vez. Me había quedado igual con su teléfono, y cuando regresé de Uruguay, lo llamé. Me recibió en su casa y me explicó “monseñor” de dónde era. Tiene su Iglesia propia y es su autoridad máxima.

– Ah, ¡Alejandro! – Exclamé.

– ¿Lo conoces? – Dijo asombrado.

– Claro, estudiamos unos años juntos en el seminario. Ahora lo veo cada tanto en las fiestas de Osos.

  Pero vos estudiaste en un seminario, ¿Cómo es eso, chico? ¿Es que tú también eres sacerdote? – Dijo, mezclando el “vos” y el “chico” que delataba el cubano que todavía le hervía en la sangre pero ahora domesticado por su estadía porteña.

– Bueno, eso te lo respondo después, ahora seguí con tu historia, ¿Qué pasó con Alejandro?

– ¡Conocés a Alejandro, qué pequeño es el mundo! – Dijo, entonces dudó –  ¿Pero estás seguro que es el mismo Alejandro?

Busqué en la agenda de mi celular y le leí el número de la casa del monseñor.

     – Sí. Ese es el número. Es el mismo. Bueno, qué sorpresa. El me contactó con una Iglesia de la provincia de Córdoba, aquí en Argentina, que me podía recibir como cura. Me puse en contacto y me recibieron. Pasé allí un tiempo, pero no me convenció. Decidí volver a los Estados Unidos, no a Miami ni a Puerto Rico, donde ya sabía que no me recibirían, sino que fui a Chicago, a un convento de clausura.

– ¡No! ¿Cómo a un convento de clausura? – Indagué.

– Sí, un convento de clausura.

– Y no aguantaste– dije convencido.

– Sí, como que no.

– ¿Y que hacés acá?

– Es que ellos, los monjes de Chicago, tienen problemas para obtener el reconocimiento oficial de la Iglesia de Roma, y tienen un contacto con una gente de Brasil, de Río de Janeiro, que les puede conseguir el reconocimiento vaticano, si se unen a ellos. Y yo vine a hacer el contacto con ellos y si me parece bien, dejo el convento y voy a la parroquia en Río que administra esta gente.

– A eso viajaste entonces a Río, no por negocios como me dijiste.

– Es que no puedo decir quien soy a todo el mundo, si no siento confianza, y menos a alguien que conocí en un boliche gay.

– Entendido. Disculpame la indiscreción, pero ¿todos estos años de qué viviste? Porque por lo que entendí tu familia se quedó sin recursos, no tenés más familia y hace años que no ejercés de cura.

– Es que tenía unos ahorros de los años que trabajé en Estados Unidos.

– ¿Soy muy naif si pregunto si los amigos del gran Buenos Aires existen?

– No, no existen. Vivo en un hotel, acá en Sarmiento al 1200. A la vuelta del obelisco.

– ¿Por unos días? – Concluí.

– No, hace tres meses que estoy aquí.

– Bueno, se ve que pudiste ahorrar bien con las limosnas.

– Sí, algo. Pero bueno, seguro Raul te habrá contado el incidente del llamado telefónico y estarás al tanto.

– Sí, me contó. ¿Y ahora? – Pregunté.

– Ahora me quedo unos pocos días más, y tengo que regresar a Chicago. Allí voy a hacer la profesión religiosa, tomar los votos de la congregación en la que estoy. Y de allí vuelvo a Río, a trabajar en la parroquia.

– Bien. Ahora sí es mi turno, te cuento mi historia y vemos si encontramos algunas simetrías. Acá va.